Esta leyenda proviene de algún lugar de México, en el que se celebra con todo esplendor y entusiasmo el Día de los Muertos. Sucedió que una pareja de ancianos, cuyos hijos habían crecido y habían partido, disfrutaba en una granja de la soledad y el trabajo en el campo. Pero la mujer era devota de los cultos que incluyen la veneración de los antepasados, a los que hay que respetar especialmente durante el sagrado día en que se presentan ofrendas a los espíritus desencarnados.
El marido también lo era, pero un incidente menor fue lo que desató la tragedia.
Los espíritus venerados el Día de los Muertos, en muchas regiones de México, exigen que quienes aún habitan el plano material compartan con ellos comida y bebida. No simplemente sobras o descartes, sino las misma comida y bebida que tú consumes, debes compartirla con los espíritus: apartar una buena porción y dejarla en la mesa mientras estás comiendo.
Debe estar allí cuando te vayas a la cama, mientras duermes, hasta la mañana siguiente, cuando ya puedes disponer de ella. Cuando decimos disponer no nos referimos a que la consumas, ya que estaba destinada a los espíritus, sino que la tires, la entierres o la arrojes al cesto, pero de ningún modo debes darle uso, ya que se supone que los espíritus se ofenderán si utilizas la comida que les está reservada. Por supuesto, no debes esperar que los espíritus coman verdaderamente de la comida, ya que la forma espiritual no necesita alimento físico. Se trata de una ancestral demostración de respeto que tiene lugar en innumerables culturas. Pues bien, al parecer, el esposo de esta pareja no respetaba esa tradición.
Este buen señor poseía un marrano, y por alguna razón se había encariñado con él. Por años su mujer le rogaba que lo matase para poder cocinarlo y comerlo, y compartirlo con los espíritus por el Día de los Muertos, pero el hombre se negaba y en su lugar comían alimentos de calidad más pobre y en pocas cantidades.
Los espíritus estaban claramente insatisfechos: la granja sufría sequías, los productos no se vendían bien, los animales enfermaban, excepto el marrano, que era cuidado por el hombre día y noche.
Una vez más, la pareja se preparó para celebrar el Día de los Muertos, y la mujer pidió a su esposo que sacrificara al marrano, y una vez más el hombre se negó. Nada hubiera cambiado, de no ser por la llegada de una trágica noticia: uno de los hijos del matrimonio había sufrido un grave accidente. Desesperado, el hombre comprendió el enfado de los espíritus y corrió a sacrificar al marrano para aplacarlos.

El año siguiente, durante la celebración del Día de los Muertos, la familia reunida compartió con ellos la carne del marrano.
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