Un hombre vivía humildemente con su esposa e hijos en la campiña mexicana y ganaba su pan trabajando la tierra. Había visto morir a varios parientes que habitaban su casa y habían sido enterrados, tras los tradicionales ritos religiosos, no lejos de su casa. Año tras año este hombre le restaba importancia a las ofrendas debidas a los muertos, pese a las advertencias de su mujer.
Aquel año, como pronto advertiría, sería diferente.
Como todos los días, el hombre fue a trabajar su tierra. Era el 2 de Noviembre, al esperada fecha de la celebración del Día de los Muertos. Su mujer le hizo una última advertencia, que desoyó: los espíritus van a enojarse, le dijo. El hombre se encogió de hombros. Ya en el campo, comenzó a trabajar bajo el sol. De repente, oyó una voz: Miguel, Miguel (ése era su nombre). Tenemos hambre. Al principio creyó que era el viento. Cuando se repitió, creyó que era una alucinación. Cuando escuchó la voz por tercera vez, tembló: finalmente, los espíritus de sus antepasados le hacían saber que se encontraban profundamente insatisfechos. El hombre volvió corriendo a su casa y contó lo sucedido a su mujer.

La mujer terminó de preparar algo de comida gustosa y la colocó frente al altar.
Llamó a su marido. No hubo respuesta. Pensó que dormía y lo dejó descansar. Un hora más tarde volvió a llamarlo, pero tampoco respondió. Intrigada, fue en su busca al dormitorio. Al entrar, con sorpresa y dolor, comprendió que el hombre estaba muerto.
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